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Sunday, September 18, 2005

Culpable por sospecha
(advertencia: entreverado post autobiográfico)

Estando a punto de comenzar unas breves vacaciones, soy presa del efecto Pheidippides, efecto que debería ser reconocido por los médicos y la seguridad social.
Pheidippides era aquel mensajero ateniense que corrió 150 kms. para pedir ayuda a los espartanos ante la inminente batalla entre griegos y persas que ocurriría en Marathon. Después de la batalla corrió otros 42 kms. hacia Atenas, a anunciar la victoria. Tras cumplir su misión, al fin descansó... eternamente. Que la historia sea probablemente uno de los tantos mitos griegos tiene poca importancia pues yo, como muchos otros, soy presa fácil del efecto Pheidippides: mientras me encuentro trabajando estoy en perfecto estado, pero en cuanto comienzo las vacaciones, me enfermo. Estrictamente mis vacaciones no han comenzado, pero ante su inminencia ya estoy estornudando sin parar y tosiendo como un motor ahogado.

Esto me recuerda que durante la primer semana de mis anteriores vacaciones padecí todo tipo de malestares e incluso pequeños encontronazos con la naturaleza. Y a partir de entonces tengo la convicción de que solamente mediante la concentración logro algo parecido al bienestar físico. Esta concentración debe ser eminentemente visual y, preferentemente, lingüística: una hoja escrita o una pantalla de computadora producen el milagro de la salud. Incluso he comprobado que, en mi caso, el dolor de cabeza es bueno para trabajar pues es tal la concentración necesaria para vencer el umbral de dolor que, una vez logrado, los resultados son notables: el dolor está en algún lugar y lo percibo pero, por arriba o por abajo, pienso mejor.

Les parecerá horrible esto que digo, pero no lo es tanto. Allá aquellos que gusten de mirar el horizonte sin fin del océano, o la inmensa oscuridad de los cielos nocturnos. A mi, me provocan ansiedad y algo parecido a un descentramiento que algunos consideraran enriquecedor pero que yo considero inútil y sin interés.

El verano pasado me fui de vacaciones a San Francisco, Maldonado. La casa era la última de la cuadra, tenía dos vecinos, no muy cercanos. La casa estaba en la falda de un cerro, que era lo único que se veía desde alli. Cerro, caballos y aves zancudas. Muy lindo todo.

Como decía, cuando estoy en esas situaciones de tranquilidad, me pongo ansiosa. No es que tenga miedo, sino que la tranquilidad dispara mi imaginación hacia zonas inauditas. Algo así como una serena paranoia, una impotente entrega a las probabilidades residuales. Miro el cielo despejado e imagino una nave extraterrestre que viene a buscarme, o un inmenso meteorito cuyo destino reza "Piriápolis y Zonas Aledañas" o un avión en llamas cayendo, cayendo (y les juro que en anteriores vacaciones el episodio del avión fue casi verdadero). Y si afuera el sonido de un grillo se torna en extremo insistente, imagino una invasión inminente de grillos enojados o de un solo grillo gigante que ha decidido vengarse de alguna matanza contra su especie.

Me dirán que lo improbable de las situaciones imaginadas me proporciona una gratificación infantil, pues salvo un severo crack en la realidad, lo imaginado no se cumplirá. O que incoscientemente creo que imaginando desgracias improbables confío en alejar las probables. Pero eso es lo que diría un psicoanalista, cuyos diagnósticos son simplificaciones operativas de mecanismos mentales mucho más complejos.

Todo lo anterior me recuerda una película de Clint Eastwood que miré hace un tiempo. Ignoro por completo cómo se llamaba esa película, pero recuerdo claramente que en ella se hablaba de la prueba del polígrafo. De un hombre que a pesar de ser culpable acepta someterse a la prueba y no la pasa, o de un hombre que a pesar de ser inocente tampoco pasa la prueba. Y pensé: yo no la pasaría, de ninguna manera. Yo, ante una prueba, soy siempre culpable aun siendo más inocente que Heidi.

¿Qué tienen que ver mis últimas vacaciones, la ansiedad durante los estados de descanso y la película de Clint E.? Pues que durante aquellas vacaciones estaba, una noche, sentada en el fondo de la casa, con Remo, después de haber tostado unos trozos de carne en la parrilla con bastante destreza. La noche estaba despejada y soplaba un fuerte y calido viento norte. Yo decía que ese calor que traía la brisa era el calor de Artigas, de Tacuarembó, un calor de segunda mano, como cuando uno entra a una sala de cine a la segunda función y el aire está todo respirado, ya pasado por infinitos fuelles ajenos y todo es medio espantoso. Entonces fui al baño. Cuando volvía, Remo estaba sentado, muy quieto, de espaldas a mi. Sobre la mesa estaba la cuchilla que yo había usado para cocinar. Y yo pensé: "si mientras yo estaba en el baño, alguien salió entre las acacias y lo mató con esa cuchilla, nadie en esta tierra creerá que no fui yo y me esperan largos años en la cárcel." Que Remo estuviera vivo fue una suerte y no sólo porque espero que viva muchísimos años. Sin embargo, eso no impidió que por días y días tuviera la certeza de que la posibilidad, por más remota que sea, es una de las fuerzas más poderosas a los que los individuos están sujetos y, ante la cual, se encuentran más indefensos.

Cuando esto sucede me tranquilizo pensando que, en mi caso, la probabilidad es una fuerza amistosa, pues no soy una persona ni esencialmente afortunada ni desafortunada, y siempre aplica la media. Es decir que, al menos en mi caso, confío en que lo posible no se vuelva probable. Y es que una de las pocas creencias mágicas que tengo es que en la fortuna y en la desgracia, para algunos individuos, la estadística no aplica. Esta es una afirmación religiosa: la estadística se vuelve loca cuando a la fortuna y a la desgracia se refiere. En estos casos, la banca pierde.

Todo esto viene a cuento porque la posibilidad, por improbable que sea, es la fuerza que está en la raíz de la tragedia absoluta. La probabilidad debería ser asumida por los seres humanos como parte del avatar humano. La posibilidad y las excepciones estadísticas son mucho más aterradoras y la mera existencia de la raza humana es un ejemplo demasiado patente como para ignorarlas.

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