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Monday, November 08, 2004

El placer es mío

(post de alta redundancia y baja utilidad)

Hay palabras de carrera exitosa. Y hay veces que esas palabras tienen una doble condición: a la vez que se vacían de contenido, da mucho trabajo encontrarles un sustituto. Hay infinitos ejemplos, pero en los últimos meses hemos escuchado hasta el hartazgo invocar la tolerancia.

Se ha hablado tanto sobre este tema que ya nadie lo tolera. Si hasta Benito ha prometido no volver a escribir la palabreja (y ahora recuerdo que no hace tanto ha escrito sobre el tema, referido a los comments en los fotologs)

La tolerancia, a pesar de ser presentada como un valor de suprema virtud, no es más que el simple desprecio no violento de los argumentos/gustos/inclinaciones o el simple ser del prójimo. Siendo uno de los conceptos más promocionados por la Ilustración, me resulta muy curioso que esta época tan apegada a acuñar términos amables haya abrazado un concepto de relativa incorrección política y que sea tan a menudo elevado a modelo de comportamiento social. Los humanos parecen haber abandonado toda posibilidad de comprensión del diferente y por lo tanto de la posibilidad de aprender de aquél.

En realidad, la tolerancia es un 'valor' en tanto represión del supremacista que todos llevamos dentro. Es soportar, aguantar. Y, al parecer, es el grado máximo de civilización que los seres humanos pueden aspirar a alcanzar.

El verdadero tolerante es el que piensa: "te sufro, asumo que existís y existirás siempre por simple genética y por imperio de la democracia, sos un suertudo que naciste en esta época y por tanto tenés derecho a ser aunque seas biológica, cultural, politico, moral o racialmente inferior o porque la vida te ha golpeado y aunque yo soy infinitamente mejor vos comprendo que no estás en condiciones de darte cuenta ni entenderías mis contundentes argumentos que demostrarían incontestablemente tu barbarie. Golpearte, encarcelarte e incluso matarte o suprimirte sería un acto de infinito buen gusto y saneamiento socio-ambiental, pero como yo soy educado/a, soy tolerante te cedo parte de mis derechos, porque de eso se trata vivir en sociedad.
Es más, soy tan infinitamente superior que extraigo mi placer de mi educación, me provoca inmenso goce abstenerme de eliminarte, disfruto de mi virtud, mi generosidad, mi inmensa condescendencia. Soy mejor porque permito que sigas siendo como sos sin intentar cambiarte, reprimirte o suprimirte. Y vivo a tu lado porque soportarlo me enaltece y me diferencia más aún."

La tolerancia es, en esencia, fundamentalismo íntimo. Ilusión de superioridad condescendiente y gratificatoria, aunque a algunos la represión de la violencia los enferme. La sociedad considera saludable al tolerante, cual psycho killer que se desahoga con el Doom.

Sin embargo, la tolerancia digna de tal nombre debe necesariamente ser íntima y abstenerse de la tentación de influir sobre el otro para modificarlo a su imagen y semejanza. Debe conservar su condición de fantasía reguladora que extrae la compensación y ulterior equilibrio en no expresar la imaginada superioridad del tolerante sobre el tolerado. Como tal es un ejercicio de autocontrol y renuncia. Al ser íntima es invulnerable, pues no confronta. Se justifica en el derecho divino y es inofensiva. La religión más inofensiva, la de las propias bizarras convicciones, que empiezan y terminan en uno mismo.

Pero hoy la tolerancia ha extendido sus dominios a una especie de tolerancia malentendida pues es básicamente intolerante, es decir, la del que no golpea al diferente pero se convierte en militante de sí mismo frente a él. Es aquel que no aguanta la compulsión por demostrar discursivamente su superioridad. En apariencia tolera al otro, pero a la primera oportunidad se acerca a demostrarle que está penosamente equivocado e intenta convertirlo a su virtud. Incapaz de gratificación íntima va derrochando la frustración de no poder imponerse por la fuerza.

Contrariamente a lo que suele pensarse este tipo de intolerancia es la más extendida. Puede haber quién todavía predique frenéticamente sobre las bondades de su opción política, sexual o religiosa, pero éstos se ven a simple vista como lo que son: casos perdidos de fanatismo deportivo. No aspiran a cambiar nada, sino que se limitan a jactarse a los gritos. Sin embargo, el militante de sí mismo es aquel que, sin apenas un conocerte, condescendiente, te aconseja. Y, francamente, son estos los que me tienen harta.

¿Qué es lo que lleva al empleado que trabaja a tres pisos de mi oficina a soltar un discurso cuando me ve fumando en la puerta (justamente para no hacerlo dentro de la oficina)? ¿por qué la vecina cree que es su deber mostrarme las ventajas de levantarse temprano, practicar natación y tener un gato? ¿qué llevó a aquel señor desconocido que cuando ayer me escuchó preguntar en el video club de Cinemateca si 'Inteligencia Artificial' estaba alquilado a espetarme un superiorísimo 'ah, claro, es el video que todos quieren ver'? ¿y aquella que cada vez que se cruza conmigo trata de convencerme de las bondades de su calzado, el imperativo de ir a la playa y tener hijos? Deben pensar que soy idiota o incapaz porque les resulta imposible aceptar que alguien quiera ser como soy. Necesariamente piensan que no puedo o no me he enterado que se puede ser como ellos. Consideran sus virtudes tan altas y ocultas que deben expresarlas verbalmente para que yo despierte y VEA lo que me pierdo.

Supongamos el mejor de los casos, es decir que son extremadamente felices. ¿por qué concluyen que la suya es la única y exclusiva manera? Tal vez sí, están convencidos que han descubierto el secreto de la felicidad completa y no pueden evitar querer compartirlo, cual sanadores que ponen un cartelito en el árbol y atienden a la multitud de tullidos con beatitud. Sin embargo, las mas de las veces, tiendo a dudar de sus buenas intenciones y pienso que no pueden soportar que alguien sea de otra manera. Simplemente les arruina el paisaje.
En realidad lo que me hace dudar de sus buenas intenciones es que no concibo la felicidad sin alegría. Y los militantes de sí mismos son justamente las personas menos alegres que conozco.

Leyendo "Metafísica de los tubos", de la escritora belga Amélie Nothomb me encontré con esta sencilla frase, que fue la que en realidad me llevó a escribir el post:

"Uno se cruza a veces con gente que, en voz alta y fuerte, presume de haberse privado de tal o cual delicia durante veinticinco años. También conocemos a fantásticos idiotas que se alaban por el hecho de no haber escuchado jamás música, por no haber abierto nunca un libro o no haber ido nunca al cine. También están los que esperan suscitar admiración a causa de su absoluta castidad. Alguna vanidad tienen que sacar de todo eso: es la única alegría que tendrán en la vida."

El problema es cuando te los cruzas todo el tiempo.



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