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Tuesday, August 17, 2004

Letras de luto





Dirán que se fue volando con sus alas de mariposa. Que pasó a habitar para siempre el reino mágico que creó. Que ahora está dibujándole magnolias a los ángeles.
Podrán decir infinitas cosas bellas para no decir lo triste: que Marosa di Giorgio ha muerto, que ya no la veremos más con su misterio a cuestas, que ya no más poesía, esa poesía única, hermosísima, perturbadora como pocas.

(Mientras esto escribo veo que Teledoce le brinda su homenaje a Marosa en su espacio 'Noticias breves'. La TV me desmiente, en tiempo real. Nada de alas de mariposa o reino mágico. El obituario, de seis líneas, termina: "Su último libro, editado en Buenos Aires, fue récord de ventas")

Yo no sé qué le pasa al mundo, no sé qué hay que hacer para que los buenos tengan su día. Ni siquiera se puede estar triste en paz.

Y sin embargo, sé que la poesía de Marosa se leerá aquí y en todas partes, aunque muy probablemente mucho más en todas partes que aquí (como sucede actualmente en Argentina, que no demorará en creer, probablemente con derecho, que Marosa, al igual que Gardel y Horacio Quiroga -y hasta a veces Onetti- eran de esa nacionalidad). Sé que dentro de pocos años habrá alguien del Diario El País que se queje por la atención que se le preste a esa escritora erótica y oscura, cuando su obra poética sea reconocida como una de las más importantes de Latinoamérica, tal como hoy se quejan de la atención que se le presta a la inmoral Delmira por los artículos dedicados a la reciente edición en inglés de su obra.
Pero también sé que dentro de 100 años, habrá jovenzuelos que lean a Marosa con la misma devoción que nosotros leímos a Julio Herrera y Reissig.

Ahora me doy cuenta que los buenos no tienen su día, sino sus siglos. Siglos de devotos contra todas las chances. Que no hay nada que se parezca a la maravilla de descubrir una voz , una música, escondida, oscura y secreta, que se las ingenia para hablarnos fuerte y claro atravesando el tiempo. Que no hay emoción más intensa que pasar esas páginas aparentemente olvidadas y sentirse parte de una comunidad eterna, que franquear la entrada a ese escondido mundo mágico:

Para revivir la edad anaranjada, hay que convocar a todos los testigos, a los que sufrieron, a los que se reían, y también al más pequeño y al que estaba más lejos.
Hay que reencender a las abuelas; que vengan con sus grandes cruces de canela a cuestas y bien clavadas con aquellos largos clavos aromáticos, como cuando vivían alrededor del fuego y del almíbar.
Hay que interrogar al alhelí y acosarlo a preguntas, no vaya a perderse algún detalle morado.
Hay que hablar con la mariposa, seriamente, y con los gallos salvajes de bronca voz y grandes uñas de plata.
Y que vengan las verónicas de entonces, las pálidas verónicas -errantes entre las flores y los árboles y el humo- que devuelvan el rostro del azúcar, el retrato de los higos.
Y mandar aviso a las glicinas para que traigan su vieja actitud de uva. Y a la populosa granada, y a la procesión de las yucas, y al guardián de los nísperos, amarillento y odioso, y a mi cabellera de entonces, todo llena de brujas y planetas, y a las cabañas errantes, y al ángel de los cerros, el de las amatistas -con un ala rosada y la otra azul- y a los azahares del limón, grandes como nardos.
Y que vengan todas las cajas de papel de plata, y todas las botellas de colores, y también las llaves y los abanicos y el pastel de Navidad parado en sus zancos de cerezas.
Para revivir la edad anaranjada, hay que no olvidar a nadie, y hay que llamar a todos. Y sobre todo al señor humo, que es el más serio y el más tenue y el más amado.
Y hay que invitar a Dios.


Hoy, más triste que nunca, vuelvo a abrir "Los papeles salvajes" para entender mejor el maravilloso mundo en el que Marosa vivía, aquel en el que es posible que los muertos vuelvan.



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