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Sunday, April 25, 2004

Chupando onda

Henry Miller siempre fue un vividor. Su destino era ser lo que pudiera, para vivir como quería. Como no tenía nada que perder resultó siendo un autor y entre un montón de basura tuvo sus momentos de iluminación. Entre sus mayores virtudes quizá esté el saber a quién chuparle onda y esto se mantuvo hasta el final de sus días. Se aprovechó de todos los que tuvo oportunidad de tratar, lo que no es poco mérito considerando que todo que escribió siempre fue esencialmente distinto a lo que hacía el resto, o por lo menos tuvo un sello propio que lo distinguía y sin lugar a dudas dejó su huella en la rive gauche.
Curiosamente, a pesar de ser una esponja viviente, Miller nunca aprendió a reconocer las distancias culturales y sociales que lo separaban de otros autores. Desde su perspectiva, él era igual a cualquiera y tal vez ese desparpajo haya sido el secreto que le permitió a llegar a ser un autor respetado, cuando todo indicaba que a lo único que podía aspirar era a ser un norteamericano bruto en París al que la "autenticidad" le dispensaba de pedir disculpas cada cinco minutos, de la misma manera que a Artaud lo dispensaba su locura.
Hace poco compré en Tristán Narvaja un libelo de Henry Miller titulado Reflexiones sobre la muerte de Mishima. Si bien estoy acostumbrada a la falta de perspectiva de Miller, estas "reflexiones" me dejaron boquiabierta. Es corriente que un autor comience excusándose. Desde las disculpas de los antólogos por "todo lo que han tenido que dejar fuera" hasta el genial "disculpe mi ignorancia" borgeano, hay una amplia gama de ejemplos de esta práctica. Pero lo de Miller es inaudito, porque a pesar de que parece una disculpa, no lo es en absoluto sino una justificación que, como tal, es ridícula:
"No necesito justificar este escrito ante el público japonés. Estoy lejos de ser un especialista sobre el Japón, ni siquiera lo he visitado, aunque en varias ocasiones he estado a punto de hacerlo. Es cierto que tengo una esposa japonesa y que he recibido a muchos visitantes de dicho país en mi casa. Algunos amigos de mi esposa han vivido, incluso, por largo tiempo con nosotros. También es verdad que cuando encuentro a un hombre o a una mujer de Japón, los acoso con preguntas sobre su gente, sus costumbres, sus problemas. Agréguese a todo esto que soy un devoto de las películas japonesas, dándole prioridad a las buenas con relación a las de otros países. Además, en este momento es mayor mi interés en el Japón y sus costumbres que en cualquier otro país, excepto China. También puedo agregar, humildemente, que el Zen me interesa más que cualquier otra visión o modo de vida."
Pero ese es sólo el comienzo. Las reflexiones de Miller sobre Mishima parten de esta exclamación admirativa al enterarse Miller de su suicidio: "¡qué japonés tan verdadero!".
Es terrible, pero no pude contener las ganas de exclamar, a mi vez: "¡pero que norteamericano tan verdadero!"
Más adelante cuenta la siguiente anécdota:
"Al enterarme de la dramática y horrorosa muerte de Mishima, mi conmoción se redobló por el recuerdo de un extraño incidente que me sucedió hace unos treinta y cinco años en Paris. Lo recordé un día que me encontraba en la recepción de un consultorio médico. Tomé una revista (creo que era Life) en la que había fotos de las cabezas cortadas, sobre el piso, de Mishima y su camarada. En un solo instante me impresionaron dos cosas: la primera fue que las cabezas no estaban recostadas sino paradas sobre sus cuellos; y la segunda que una cabeza guardaba un sorprendente parecido con la mía, la que alguna vez miré sobre el piso, aunque despedazada. Ya sea real o imaginada, la semejanza entre mi cabeza y la de Mishima era aterradora".
El incidente parisino a que se refiere es a una escultura que una joven yugoeslava había hecho de la cabeza de Miller en Villa Seurat. Por accidente HM la tira al piso (¡agitando los brazos en su desesperación por hacerse entender por un estudiante chino!) y su escultural cabeza se parte en dos. Lo curioso es que Miller, sin reparos de ningún tipo y mediante un artilugio, propone la identidad de su cabeza y la de Mishima. Y es interesante notar que primero dice que de las dos cabezas que vio en la foto (la de Mishima y la de Morita) "una cabeza guardaba un sorprendente parecido con la mía" y en la siguiente oración la cabeza es inequívocamente la de Mishima, no la de Morita.
No contento con esto, Miller decide imaginar un encuentro con Mishima y, aunque no lo diga expresamente, es evidente que cree que podría haber cambiado lo que dice admirar en Mishima y que, en el fondo, como buen norteamericano amante de los placeres de la vida, no comprende:
"Yo hubiera pedido champaña y puros -sueño champaña y puros, por supuesto-, aunque no hubiéramos sabido la diferencia. Me habría esforzado por tranquilizarlo, bajarle su guardia y hacerlo reír, de ser posible. Hacerlo reír de corazón. Tan sólo por esto, pienso, nuestro encuentro hubiera sido muy valioso (¿pero cómo lo haría reír?; este pensamiento me atormenta). Sí, lo habría llevado a una conversación fantástica -sobre los ángeles budistas y, además, las sutilezas del lenguaje, los absurdos de la metafísica, el Zen y la literatura europea, el amor en Oriente y Occidente, la fisiología del amor, desde el amor entre insectos, gérmenes y bacilos, átomos y moléculas, el amor celestial, el perverso, el satánico y el fructífero, el amor por lo non nato, el amor duradero y así ad infinitum-. (...) Yo habría sido muy discreto al acosarlo. No le habría preguntado, ni en sueños, cómo le fue en su matrimonio, o si habría deseado encontrar la felicidad con un hombre, una mujer, un chimpancé o un cocotero."
Sobre el final, Miller confiesa no entender el sacrificio de Mishima, aunque sin renunciar a una ofensiva identificación que hubiera horrorizado a ese "japonés tan verdadero":
"Yo soy un delincuente como usted, querido Mishima, al tratar de hacer del mundo un mejor lugar para vivir. Al menos me inicié con ese deseo. De algún modo peculiar, la práctica de la escritura me mostró la futilidad de dicho empeño. Mucho antes de leer las sabias palabras de San Francisco, yo había decidido mirar al mundo con diferentes ojos, aceptarlo como es y contentarme con hacer mi propio mundo. (...) Yo también puedo estar loco, pero de un modod diferente al de mis compatriotas. Ya no me importa ver a mis conciudadanos marchar hacia su propia destrucción, si eso es lo que desean hacer. Es el funeral de ellos, no el mío. He aprendido a vivir con los obstáculos que ponene en mi camino pero, al paso del tiempo, estos son cada vez menos atemorizantes, menos inhibidores. Se aprende a jugar el juego -sin observar las reglas, haciendo trampas-. No existe escuela en la cual aprender este arte, excepto la vida misma. Sólo triunfa la maestría que es aparente. Al final de cuentas a todos nos han jodido, a todos y cada uno de nosotros, tanto a los que lucharon por su patria como a los que no lo hicieron."
Cualquiera que esté medianamente familiarizado con la vida, la obra y la muerte de Mishima, comprenderá que las reflexiones de Miller son un despropósito que ilustra de una manera brutal dos cosmovisiones opuestas. Mishima abrió su estómago 17 cms. por el honor, la tradición y el Emperador. Miller se consideraba suficientemente jodido para preocuparse por nada que no fuera él mismo.
¿Cuál es mejor? Si, debido a un casi inevitable formateo cristiano, consideramos a el sacrificio, el desapego y la defensa de valores supraindividuales como un valor, no hay manera de no abrazar a Mishima. Si aceptamos que la educación, el conocimiento y el respeto a la cultura propia son frenos puestos a la decadencia, pues Mishima. Sin embargo, no puedo menos que recordar a Cioran y su maravillosa 'Genealogía del fanatismo':
"En sí misma, toda idea es neutra o debería serlo; pero el hombre la anima, proyecta en ella sus llamas y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, adopta figura de suceso; el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado... Así nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas.
Idólatras por instinto, convertimos en incondicionados los objetos de nuestros sueños y de nuestros intereses. La historia no es más que un desfile de falsos Absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos, un envilecimiento del espíritu ante lo Improbable. Incluso cuando se aleja de la religión, el hombre permanece sujeto a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta después febrilmente: su necesidad de ficción, de mitología, triunfa sobre la evidencia y el ridículo. Su capacidad de adorar es responsable de todos sus crímenes: el que ama indebidamente a un dios obliga a los otros a amarlo, en espera de exterminarlos si se rehúsan. No hay intolerancia, intransigencia ideológica o proselitismo que no revelen el fondo bestial del entusiasmo. Que pierda el hombre su facultad de indiferencia: se convierte en asesino virtual; que transforme su idea en dios: las consecuencias son incalculables. No se mata más que en nombre de un dios o de sus sucedáneos: los excesos suscitados por la diosa Razón, por la idea de nación, de clase o de raza son parientes de los de la Inquisición o la Reforma. Las épocas de fervor sobresalen en hazañas sanguinarias: Santa Teresa no podía por menos de ser contemporánea de los autos de fe y Lutero de la matanza de los campesinos. En las crisis místicas, los gemidos de las víctimas son paralelos a los gemidos de éxtasis... Patíbulos, calabozos y mazmorras no prosperan más que a la sombra de una fe, para siempre. El diablo palidece junto a quien dispone de una verdad, de su verdad. Somos injustos con los Nerones o los Tiberios: ellos no inventaron el concepto de herético: no fueron sino soñadores degenerados que se divertían con las matanzas. Los verdaderos criminales son los que establecen una ortodoxia sobre el plano religioso o político, los que distinguen entre el fiel y el cismático.
En cuanto nos rehusamos a admitir el carácter intercambiable de las ideas, la sangre corre... Bajo las resoluciones firmes se yergue un puñal; los ojos llameantes presagian el crímen. Jamás el espíritu dubitativo, aquejado de hamletismo, fue pernicioso: el principio del mal reside en la tensión de la voluntad, en la ineptitud para el quietismo, en la megalomanía prometeica de una raza que revienta de ideal, que estalla bajo sus convicciones y la cual, por haberse complacido en despreciar la duda y la pereza -vicios más nobles que todas sus virtudes-, se ha internado en una vía de perdición, en la historia, en esa mezcla indecente de banalidad y apocalipsis....
Las certezas abundan en ella: suprimidlas y suprimiréis sobre todo sus consecuencias: reconstituiréis el paraíso.
¿Qué es la Caída sino la búsqueda de una verdad y la certeza de haberla encontrado, la pasión por un dogma, el establecimiento de un dogma? De ello resulta el fanatismo -tara capital que da al hombre el gusto por la eficacia, por las profecías y el terror-, lepra lírica que contamina las almas, las somete, las tritura o exalta... No escapan más que los escépticos (o los perezosos y los estetas), porque no proponen nada, porque -verdaderos bienhechores de la humanidad- destruyen los prejuicios y analizan el delirio. Me siento más seguro junto a un Pirron que junto a un San Pablo, por la razón de que una sabiduría de humoradas es más dulce que una santidad desenfrenada. En un espíritu ardiente encontramos la bestia de presa disfrazada: no podríamos defendernos demasiado de las garras de un profeta... En cuanto eleve la voz, sea en nombre del cielo, de la ciudad o de otros pretextos, alejaos de él: sátiro de vuestra soledad, no os perdona el vivir más acá de sus verdades y sus arrebatos; quiere haceros compartir su historia, su bien, imponérosla y desfiguraros. Un ser poseído por una creencia y que no buscase comunicársela a otros es un fenómeno extraño en la tierra, donde la obsesión de la salvación vuelve la vida irrespirable. Mirad en torno a vosotros: por todas partes larvas que predican; cada institución traduce una misión; los ayuntamientos tienen su absoluto como los templos; la administración con sus reglamentos -metafísica para uso de monos-. Todos se esfuerzan por remediar la vida de todos: aspiran a ello hasta los mendigos, incluso los incurables: las aceras del mundo y los hospitales rebosan de reformadores. El ansia de llegar a ser fuente de sucesos actúa sobre cada uno como un desorden mental o una maldición elegida. La sociedad es un infierno de salvadores. Lo que buscaba Diógenes con su linterna era un indiferente...
Me basta escuchar a alguien hablar sinceramente de ideal, de porvenir, de filosofía, escucharle decir "nosotros" con una inflexión de seguridad, invocar a "los otros" y sentirse su intérprete, para que le considere mi enemigo. Veo en él un tirano fallido, casi un verdugo, tan odioso como los tiranos y los verdugos de gran clase. Es que toda fe ejerce una forma de terror, tanto más temible cuanto que los "puros" son sus agentes. Se sospecha de los ladinos, de los bribones, de los tramposos; sin embargo, no sabríamos imputarles ninguna de las grandes convulsiones de la histori; no creyendo en nada, no hurgan vuestros corazones, ni vuestros pensamientos más íntimos; os abandonan a vuestra molicie, a vuestra desesperación o a vuestra inutilidad; la humanidad les debe los pocos momentos de prosperidad que ha conocido; son ellos los que salvan a los pueblos que los fanáticos torturan y los "idealistas" arruinan. Sin doctrinas, no tienen más que caprichos e intereses, vicios acomodaticios, mil veces más soportables que esl despotismo de los principios; porque todos los males de la vida vienen de una "concepción de la vida". Un hombre político cumplido debería profundizar en los sofistas antiguos y tomar lecciones de canto; y de corrupción...
El fanático es incorruptible: si mata por una idea puede igualmente hacerse matar por ella; en los dos casos, tirano y mártir, es un monstruo. No hay seres más peligrosos que los que han sufrido por una creencia: los grandes perseguidores se reclutan entre los mártires a los que no se ha cortado la cabeza. Lejos de disminuir su apetito de poder, el sufrimiento lo exaspera: por eso el espíritu se siente más a gusto en la sociedad de un fanfarrón que en la de un mártir; y nada le repugna tanto como ese espectáculo donde se muere por una idea... Harto de lo sublime y de carnicerías, sueña con un aburrimiento provinciano a escala universal, con una Historia cuyo estancamiento sería tal que la duda se dibujaría como un acontecimiento y la esperanza como una calamidad..."

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