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Monday, June 27, 2005

Tiranos Temblad

Le ruego me disculpe, querido señor, pero soy de temperamento rudo y sincero, de modo que desde un principio le haré esta aclaración: no se llame a engaño; el presente texto dista de ser un mero plagio. Por el contrario (y no tardará usted en advertirlo), se trata de una epístola breve, un tanto extraña, que acaso bien podría servir de lección no solo a mí misma, sino a muchas almas impetuosas. Ante todo, me apresuro a presentarme, para que tenga usted presente, mientras lee, mi imagen visual, como si se tratara de un dibujo en filigrana, lo cual es mucho más honesto que propiciar, mediante el silencio, las erróneas conclusiones que se suelen extraer, involuntariamente, del tipo de escritura que se tiene ante los ojos. No, a pesar de mi pluma atrevida y lo arbitrario de mis comas, soy una mujer madura y fuerte; claro que no es una fortaleza corpulenta; tiene sabor, picardía y mal genio. Está muy lejos, señor, de la corpulencia de Gertrude Stein, escritora tan detestada por los caballeros. Pero basta. Usted, como escritor, ya reúne con lo dicho datos suficientes como para completar, por su cuenta, mi retrato. Bonjour, Monsieur. Y vayamos a lo nuestro.

Días pasados compré en una librería de libros usados (a la que un destino iletrado redujo a una lóbrega callejuela de Montevideo) tres o cuatro libros viejos, entre ellos, su colección de cuentos "El tiranicida". Lindo título: al menos, si no por otras razones, por ser su título original en inglés ("Tyrants Destroyed") muy similar a un famoso verso del Himno de mi patria del que vale la pena servirse. Título tan lindo fue, precisamente, lo que despertó mi interés. Por otra parte, guardo, por lo general, ciertas prevenciones contra las colecciones de cuentos que se recopilan en la paz de un dorado exilio en lugares tales como Montreux o Viena. Sin embargo compré, como le decía, su libro.

¡Ah, queridísimo señor, ah, señor Vladimir Vladimirovich, qué fácil resulta adivinar que el autor se oculta bajo un seudónimo, que el autor no es un hombre común y corriente, sino el viajero tempo-espacial Ijon Tichy! Cada oración que usted escribe se abotona en el infinito. La predilección que usted demuestra por expresiones como "pasó el tiempo" o "cuando los dioses solían adoptar formas terrenas", la sustitución de las restricciones introducidas a la educación sexual en los programas escolares por la enseñanza de "lucha gitana", la aversión por el tabaco por parte del líder, que hábilmente trastoca en un gusto desmedido por el pepino en sus tiempos mozos y la recomendación de la risa como remedio para vencer su pensamiento único, bastan como muestra cabal de su afición humana y literaria por la sátira, así como de su naturaleza anacrónica. Pero todo eso no es sino el comienzo.

¿Será necesario que aclare lo anterior? ¿Será necesario que le diga que, al leer su obra, tan ágil, tan atroz, padecí una sensación de déjà vu? Mi índice rasgaba, para abrirlas, las páginas viejas pero sin cortar, y mis ojos solo atinaban, al recorrerlas, a pestañar, víctimas de la incredulidad y el asombro.
¿Querrá saber qué sucedió? Con sumo placer. Mientras usted, recostado en su hamaca con todo el peso de su cuerpo, dejaba que las páginas brotaran de su pluma como de una fuente (casi un retruécano), usted escribió, señor mío, la historia de los primeros meses del actual gobierno de mi país (*). Permítame transcribir, para asombro de los eventuales lectores de esta carta, el certero retrato que usted fecha diabólicamente, escrito en Francia en 1938.



"El punto es que a medida que crecía su poder, comencé a advertir que las obligaciones de los ciudadanos, las admoniciones, restricciones, decretos y todas las formas de presión que se nos infligían, adquirían una íntima semejanza con ese hombre, revelaban una relación inequívoca con ciertos rasgos de su carácter y pormenores de su pasado, al punto que, sobre la base de tales decretos y admoniciones podía reconstruirse su personalidad -tal como se reconstruye un pulpo a partir de sus tentáculos-, esa personalidad que yo era uno de los pocos que conocía a fondo. En otras palabras, todo lo que lo rodeaba cobró paulatinamente su propio aspecto. La legislación comenzó a presentar una semejanza farsesca con su andar y sus gestos. Los depósitos de los verduleros comenzaron a almacenar una excesiva cantidad de pepinos, vegetal que él consumiera ávidamente en su juventud. Los programas escolares hoy incluyen lucha gitana, que, en raros momentos de frío entusiasmo, él solía practicar con mi hermano sobre el piso, hace veinticinco años. Los artículos periodísticos y las novelas de escritores sicofantes han adoptado esa sequedad de estilo, esa cualidad supuestamente lapidaria -básicamente carente de sentido, pues cada frase que se acuñe repite, en clave diversa, una única e idéntica perogrullada oficial-, vigor en el lenguaje cum pensamiento infirme, y tantas otras afectaciones estilísticas que le son muy propias. Pronto tuve la sensación de que él, él tal como yo lo recordaba, todo lo invadía, infestando con su presencia el modo de pensar, la vida cotidiana de cada persona, de manera que su mediocridad, su hábitos grises y tediosos, ya eran la vida misma del país. Y, finalmente, la ley que él impuso -el poder implacable de la mayoría, el sacrificio incesante al ídolo de la mayoría- perdió todo significado sociológico, pues la mayoría es él."


Oh, bueno, creo que todo lo anterior merece una explicación. El primer fragmento es una infamia que perpetré -mutatis mutandis- sobre el comienzo del excelente cuento "La torre del almirantazgo", de Vladimir Nabokov. Dicho cuento es una carta que un lector escribe al autor (o autora) de una novela, convencido que la misma está basada en la historia de su primer amor. "La torre (o "El chapitel...") del almirantazgo" es de lo más cómico que haya escrito Nabokov y los reproches que el autor de la epístola antepone al relato plagado de clisés literarios y remilgos aristocráticos con que la autora "tergiversa" la historia "real", se mueven en ese terreno de narradores no-confiables y personajes algo patéticos que Nabokov hizo estallar en "Pnin".

El segundo, entrecomillado y sin atrevidas intervenciones de mi parte, es un fragmento del cuento "El tiranicida", que da nombre a la colección.
Ayer leí ambos cuentos y de una manera u otra se mezclaron más o menos como trato de hacer aquí. La irrupción de Ijon Tichy en el pastiche no es más que otra infamia útil a mis propósitos. Aburrida de mi post anterior, resolví escribir lo que pensaba ayer mientras leía, no sin antes decir que sí, es una vergüenza, un atrevimiento y un chiste, inspirados en el descubrimiento del tiranicida de que la risa es la única respuesta frente al poderío de los gobiernos.


(*) Debo aclarar (oh, almas sensibles) que la comparación es, por supuesto, una tremenda exageración. El tirano del cuento de Nabokov es un dictador moldeado a medio camino entre Hitler, Stalin y Lenin, mas no pude resistir la tentación de reproducir el párrafo citado, pues ciertamente mis pensamientos volaron divertidamente hacia aquí y ahora durante la lectura de dicho párrafo y también al final del cuento cuando el tiranicida descubre que el secreto está en la burla.

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